domingo, 21 de octubre de 2007

LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL (musicuento)

LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL

(Soundtrack: Viaje al fondo del Metro, de Camarena, Muñoz y Vargas)

Voy, a paso lento, sin medir el tiempo, cotizando la ilusión en algunos pesos: la ida y vuelta.

Bajo, compro mi boleto, para un viaje incierto, dentro del calor.

Un empujón indica mi lugar al centro al centro de la distorsión mientras la matraca traga ese papel.

La mirada adusta de un pardo vigilante trepana, cobarde, mis sienes ahí.

Caigo, ante codazos, en un féretro naranja (en fetidez de vivos como para estar muerto) y golpea mi vista el mirar ajeno, pleno de hastío y la histeria afín… al fin.

Un dinosaurio agreste, encorbatado, acosa femeniles traseros. Mientras la oferta escupe a mi oído, la mueca pulula sin distinción de sexo.

Subo, todo macilento, del viaje más cruento en mi transición hasta la ignominia, a través del Metro.

Para mí ya no hay luz al final del túnel. Mi fe me flagela con un cilicio oxidado que heredé de una monja mal comprendida: el título de mi tesis de maestría sobre Sor Juana tiene mucho de epitafio. Y entonces tiro la tesis y compro tequila. Sorbo, sordo a la condena callejera que reprueba mis eructos tanto como mis sinodales mis exabruptos.

Sin embargo, una hora después siento que mi cabeza estalla como histórico zeppelín de tan ligera y combustible; cruje como judeoportugués en el potro y entonces mi ánimo se pudre como la carne al pastor en ese “trompo” cuyo giro sólo acochambra y sazona despojos con piña. Nunca pensé que los trozos de cerdo adobados tuvieran la capacidad gregaria para tanta heterodoxia que se limpia suciedades con papel estraza, con lo que su papel les traza.

Da lo mismo dónde estoy; da lo mismo adónde voy. Río al suponer que los borrachos tenemos el mismo derrotero irresponsable que una mosca en torno de la mierda, que una carabela de Colón en torno de la Historia, que una úlcera de colon en tono encarnado: Metro Tacuba, el Metro te acaba, Metro Tasqueña, Metrosexual, metrópolis: una letal combinación de prisa y odio, de tacón y portafolio, de la ansiedad, que me atropella en multitud sin más vehículo que sus miserias corporales apiñadas en la acera.

Salgo de ella como seguramente salió Adán del paraíso: agarrándome los genitales sin que ni tales ni cuales les importe desterrarme al arroyo de asfalto, adonde un auto –pero no de fe, sino tolerado– casi me arrolla. Casi me arrulla.

Un claxonazo con más sonoridad que trompeta de Jericó derriba mi alma de un sol sostenido; de un solo sostenido que punza en mis sienes y que me avisa: Campeón, tienes que romper hocicos, tienes que romper los signos… tienes que romper los siglos. Como bien dijo un buen amigo ermitaño, pero no tibetano anaranjado sino tabasqueño encarajado: “Sólo así veremos entonces esos atardeceres llenos de tinacos y antenas de televisión”. Y nos insultamos el chofer y yo como matrimonio de años.

Oigo la mentada y la quejada del chofer y sigo su quijada y consigo una mueca triturada por mi hastío y su ira. Veo mi botella de vino y la arrimo a su boca: no para convidar, no para combinar con propina, sino para propinar una combinación de ira compartida y de ida con partida, pero de madre. Y se revuelca en su sangre como furioso y babeante astado de tarde de toros y ahora la arena es de asfalto y el muy Minotauro posmoderno saca la .45 reglamentaria y me demuestra, Teseo, que se puede salir de este laberinto; me hace ver la luz del túnel –y no la del Metro, y no la del Éter, sino la del foso. Y poso mi humanidad con el aplomo que, precisamente el plomo, anida en mi cuerpo de árbol talado a balazos.

No pasa toda mi vida en un instante, sino que un instante paso a mejor vida.

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