sábado, 27 de octubre de 2007

Boutique de brujerías

Ricardo Camarena

REDACTOR DE ESPECTACULOS

La noche del martes Orixa estallaba en un preludio de artillería musical pesada en el bajo y piezas de ska y reggae, al público joven en un House of Blues que no se acababa de llenar.

Las canciones, desgranadas, rugían en la voz del cantante venezolano, con todas las ganas de revolcarlos con el Frisco y un pedazo de “El Niño” en el recinto, mientras sus compañeros sanfranciscanos imponían un ritmo fresco y contundente a piezas como Quién soy yo y Sacúdete.

Exhortación estéril.

En las indiferentes orejas angelinas había algo más que modorra, sobriedad y reserva: un agazapamiento para saltar sólo en el momento justo, un par de grupos después.

Las Quince Letras corrieron con la misma pesada tarea: eliminar la estática que zumbaba por sobre las cabezas de la concurrencia, engolosinada en especular el slam sólo hasta que el grupo principal hiciera de las suyas.

Por fin, con la pista llena, hizo su aparición la familia musical Flores. Es decir, el septeto chido de Ciudad Nezahualcóyotl, contigua a la capital mexicana: las Víctimas del Doctor Cerebro.

Y como un apodo dice más que mil apellidos, “El Chipotle” en el saxofón, y sus hijos “El Ranas” en la guitarra, los disfraces y los clavados, “El Abulón” en la voz, “El Stone” en la primera guitarra, “El Tuco” en el bajo, el baterista Pedro “N” y el joven operario de las cintas pregrabadas, hicieron emerger un Gusano de maguey que cimbró martillos, yunques e hipotálamos, mostrando por qué este grupo de rock, reggae y tecno mexiquense venía dispuesto a robarse el concierto.

Ornado como imagen de bulto de iglesia de pueblito, con foquitos en el abrigo y sombrero colorados, Ricardo Flores, “El Abulón”, descargó con furia en el micrófono, hasta que chillaba a todo volumen el feedback, letras plebeyas de contenido de historieta, en las que desfiló la galería de personajes lo mismo escalofriantes que risibles.

En alguna de las interpretaciones, “El Ranas” intercambiaba disfraces y coreografías entre grotescas y frívolas, hasta que, después de reptar entre los pies de sus compañeros, decidió el autosacrificio y se lanzó con todo y guitarra hacia la multitud, que lo recibió con los hombros abiertos.

“El Ranas” resurgió, Lázaro madreado, entre nuevos pies y manos que le desgarraron los pantalones negros.

Como pudieron, los rudos guardias de seguridad lo regresaron al escenario. Igual suerte corrió “El Chipotle” al intentar saludar a una fan: desapareció bajo el jaleo. Fue subido en vilo al escenario nuevamente. La casaca roja de su disfraz de domador de circo viejo no sufrió ni un rasguño: puros jalones.

Si el bigote de Javier Solís hubiera sido funk y no ranchero, sería el mismo que el que portaba “El Chipotle”. Y lo demostró el papá de la banda parodiando con su sax tenor parte de la melodía Funky town de Lipps, Inc., en una de las piezas del grupo de Neza.

Los requintos heavymetaleros del incólume “Stone” le dieron al repertorio de la velada la pesadez necesaria para conjurar tibiezas, mientras “El Ranas” y “El Abulón”, posesos de ritmo, se azotaban en el foro.

Rato después, como paradoja, “El Abulón”, pelirrojo y pontifical, cantaba y bautizaba slameros con agua embotellada, mientras los clavadistas ensayaban sus mejores lanzamientos sobre el duro colchón de cabezas, lubricados por el sudor compartido.

Muchas ‘florecitas rockeras’ en primera fila desfallecían victimadas y se marchitaban en el aglomeramiento, bajo los golpes y patadas de los clavadistas, con la misma cualidad vegetal de la yerba que pisaba el caballo de Atila. Otras muchachas, heroicas como cariátides, soportaban en sus cabezas los robustos cuerpos en picada.

Sin embargo, el resto de la concurrencia cumplía feliz el rol de corifeos de los éxitos de las otras Víctimas, las del Doctor Cerebro.

Los monitores de audio fueron el trampolín y a la vez la almena perfectos para el cruce de cuerpos de clavadistas y músicos, indistintamente. La energía de la música hacía más espectaculares las caídas de los lanzados, al ritmo de “Ya tus amigos me dijeron/ que tú quieres volver/ y yo lo siento/ no va a ser”, o con el frenesí de Brujerías.

“El Ranas” se disfrazaba con lo que podía: con goggles antigás, como monstruo sintético cuyo disfraz bien podría haberse obtenido de la utilería de viejas películas del luchador mexicano “El Santo”, o de los cómicos “Viruta y Capulina”.

En otro momento, el joven de larga cabellera rapeó, se lanzó nuevamente al lleno, que no al vacío, y llegó a emplear juegos pirotécnicos. Lo que fuera necesario para montar la boutique de brujerías en que se convirtió el concierto.

La canción La Tamalera le metió velocidad a los porrazos y jalones de cuerpos entre guardias y solidarios slameros.

En Me faltas tú, la lengua procaz de “El Abulón” señalaba agitada el rumbo del concierto: hacia arriba. Nadie estaba interesado en parar.

El roce de las Víctimas con el género ‘tecno’ fue preludiado con atronadoras cintas programadas, mientras “El Chipotle”, forrado de faros buscadores, caminaba con parsimonia de alien ante la algazara general.

A propósito, como requisito para que el público oyera El Esqueleto, hubieron de crujir varias osamentas previamente, conforme el estribillo aumentaba su velocidad.

La actuación de la banda terminó con las siete ‘víctimas’ en reverente caravena, que dio paso a la irreverente muestra de traseros al respetable.

Tocaría a Los Olvidados, desalojada la mitad de la concurrencia menor de 21 años, proseguir el resto del concierto dándole a la noche sabor a reggae con El Cine.

Con un desperfecto inicial en el teclado y una excelente sección de metales, Los Olvidados arrostrarían un conato de bronca y los sudores, ya resecos, de los agotados slameros que pujaban por poner la noche de nuevo en circulación.

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